A
ver si consigo que me leas con atención,
Fulano o como te llames. Porque hace poco me mataste a un
amigo. Y digo amigo, porque lo era. De verdad. No le había
visto la cara nunca, pero eso no importa. Lo era, repito.
Leía mis libros, y también esta página cada semana. Tenía 28
años, era bien parecido, deportista, corría diez kilómetros
cada día. Buena pinta, sano y fuerte. Además era un tipo
noble, sencillo, derecho, con sentido del honor como los de
antes, con palabra, apretón de manos franco, y todo eso. Con
sentido del humor, además, lo que era un regalo, un don de
la existencia para quienes estaban con él. Había aprendido a
disfrutar de la vida con dignidad y con decencia. Hay gente
que vive noventa tacos de almanaque y nunca llega a ser tan
sabia y lúcida como lo era él. Amaba el mar, como yo. Tenía
una familia, una novia, unos amigos. Tenía una perra que
ahora lo busca con ojos leales y tristes, moviendo el rabo
esperanzada cada vez que alguien roza la puerta. Tenía un
futuro. Si tú se lo hubieras permitido, habría llegado a ser
un tipo de esos que hacen el mundo soportable, en vez de una
cloaca sucia y oscura, a merced de irresponsables como tú.
También tenía una moto, aunque no era
uno de los que van haciendo el imbecil como suicidas
prematuros. Aquella mañana circulaba despacio, cerca de la
playa, con el casco puesto y guardando las precauciones
adecuadas. Y ése fue el momento que elegiste, maldita sea tu
estampa, para salir con el coche de la gasolinera a toda
velocidad, saltándote tres carriles antes de girar en
dirección prohibida, a fin de ahorrarte los cien metros
hasta el siguiente cambio de sentido. Llevabas a tu mujer y
a tu hijo en el coche, y aun así hiciste esa pirula. Te
jugaste tu vida y la de ellos por ganar tres minutos, y
arrancaste de cuajo la de otro. Le diste de lleno, clac.
Moto y motorista a tomar por saco. Doce días en coma,
luchando entre la vida y la muerte. Y luego, ya sabes. Como
esos aparatitos de las películas: la línea recta en el
monitor. Piiiii. Pero no era una película, sino la vida de
un joven lleno de sueños y esperanzas. Por usar un lenguaje
de cine y que lo entiendas, cretino: cuando matas a alguien
le quitas todo lo que tiene y todo lo que podría llegar a
tener.
Por supuesto, ahora estás en la calle, tan
campante. Los miserables como tú no van a la cárcel.
Ignoro exactamente qué te cayó, si es que fue algo además de
tres meses sin permiso de conducir. Si la gentuza de tu
calaña fuera al talego cada vez que despacha a alguien, las
cárceles iban a parecer el camarote de los hermanos Marx. No
hay más que veros pasar al volante, inconscientes, letales,
a toda leche, creyéndoos inmortales. Seguros, como fue tu
caso, de que si alguien palma, será otro. Así que imagino
que a estas alturas ya estarás conduciendo de nuevo, como si
nada. Los jueces son comprensivos en esto, por lo general; y
en cierta forma toco madera, porque la vida da muchas
vueltas y nunca se sabe. Ignoro si un día seré yo quien
tenga que verse ante un juez. Pero tales son las
contradicciones de la vida. Además, lo mío es sólo una
hipótesis: no suelo ahorrarme esos cien metros hasta el
cambio de sentido, ni me salto los carriles de tres en tres,
ni circulo como un majara. Lo tuyo es una realidad: estoy
hablando de ti y de tu caso. No tengo toda la información,
pero sí la sospecha de que, en vez de prohibirte conducir
durante el resto de tu vida, o mandarte un año a trabajar,
por ejemplo, al hospital de tetrapléjicos de Toledo,
ayudando a gente a la que otros como tú jodieron la vida,
supongo
que la Justicia, benévola, habrá permitido que te redimas
con el pago de una multa. Es lo que suele. Y ahora ni
remordimientos tienes, ¿verdad? Parece mentira la capacidad
de supervivencia y egoísmo del ser humano. Cómo nos
convencemos a nosotros mismos de que la mala suerte, el
destino, etcétera, tuvieron la culpa. Al final siempre
resultamos asquerosamente inocentes. De todo. Y quién te ha
visto y quién te ve. Quién reconocería ahora en ti al
lloroso mierdecilla que se justificaba ante los guardias,
desolado, frente al cuerpo tirado en el suelo, aquel día de
la gasolinera. Pasa el tiempo, y nos justificamos, y si los
dolores propios terminan diluyéndose en el recuerdo, para
qué decir de los dolores ajenos.
Por eso escribo hoy esta página. Para
recordártelo. Para contar que me arrebataste a un amigo al
que nunca llegué a conocer. Para decirte que ojalá
revientes. Cabrón.
|