La luz se filtra a través de la persiana. De fondo, un
soniquete familiar ayuda a despertarme. Los niños ya se han
levantado. Algún día, algún estudio científico será capaz de
explicarme porque razón entre semana, para ir al colegio,
hay que echarlos de la cama y los fines de semana se
despiertan, sin más, tan pronto. El reloj del despertador
señala las ocho de la mañana.
Me levanto y me doy una
ducha para poder desperezarme del todo. Mientras me ducho,
disfrutando del agua tibia resbalando por mi piel, un cierto
nerviosismo se apodera de mí. Siempre me pasa igual cuando
voy a salir en moto. Esté haciendo lo que esté haciendo, mi
mente siempre me traslada a la moto. Me ocurre mientras me
ducho, mientras preparo el desayuno, mientras desayuno con
los niños. Es como si la mente me fuese preparando para lo
que viene. Parece que mi cuerpo va liberando la adrenalina
poco a poco.
Mientras desayuno, mi
cabeza va recorriendo la sierra, como si el disco duro de mi
cerebro fuese cargando un video juego y la carretera se
fuese mostrando ante mí. No se muy bien si cargar el disco
de una ruta u otra. Todas me gustan. Al final, parámetros
como domingueros, fechas de fiestas, etc, te ayudan a
decidir, aunque la mayoría de las veces, decido sobre la
marcha. Termino de desayunar, y lentamente, comienzo a
vestirme de motero. Siempre que lo hago, me recuerda un poco
a la liturgia del traje de torero; Es un momento especial,
como si fuese el momento definitivo, el paso crucial que
marca la diferencia entre estar en tierra y subirte a lo
moto. Siempre he pensado que no tiene tanto que ver con el
hecho de que vayas a ir muy deprisa, sino más bien con que
se acerca un momento de disfrute que no tiene igual.
Abro la puerta del
garaje y la luz del día lo llena todo. Llave de contacto,
las luces del cuadro parpadean, zumbido de la inyección y
del check control. Aprieto con suavidad el botón de puesta
en marcha y el motor cobra vida. El garaje se llena de su
sonido y los tres cilindros, acelerados un tanto por el
estárter, pugnan por encontrar su movimiento acompasado.
Notas como la gasolina fluye por los conductos hasta los
cilindros, y casi puedes ver como el aceite, viscoso y
denso, comienza a tomar temperatura e inicia su recorrido
por todos los recovecos del motor, como la sangre por las
venas, permitiendo que haya vida en su interior.
Saco la moto fuera y el
sol incide directamente sobre ella. La luz, hace refulgir su
figura plateada, creando un juego de colores dependiendo de
donde incida. Me bajo y la admiro. Siempre me ha gustado ese
momento. Me importa un pepino si a los demás les gusta o no.
A mí, mi moto me enamora. Me encanta verla desde atrás y un
poco de lado, admirando su basculante mono brazo, su rueda
negra, ancha, amenazante, limpia, inmaculada. Me encantan
sus escapes, humeantes por el intenso frío, cromados,
brillantes. Me gustan sus líneas angulosas, la cúpula
recortada sobre el depósito, su afilado carenado que se
adelanta por encima de la rueda delantera y parece estar
deseando cortar el viento. Me gusta como el guardabarros
delantero abraza la rueda y me encanta como brillan los
discos de freno.
Me pongo el casco, y
mientras me lo ajusto, siempre creo que ha llegado el
momento definitivo. Como si te hubieses puesto la armadura
antes de la batalla. El casco te aísla definitivamente de
todo y en ese momento, en ese preciso momento, ya sólo estás
tú, tu moto, y la carretera. Ya no hablas, nadie te habla,
tu mente se concentra en lo que tiene que hacer y es cuando
el verdadero espíritu de montar en moto se muestra con toda
su realidad. Por eso no me gustan los manos libres en la
moto. Quizás si para la ciudad, pero para esto, para
disfrutar plenamente, me niego en redondo.
Llego a la
gasolinera. Lleno el depósito, compruebo presiones y hago un
repaso de todo. Al fin, salgo a la carretera y voy dejando
atrás la ciudad. Voy enlazando marchas suavemente, sin subir
la moto de vueltas, dejando que sea ella la que vaya
entrando en calor y sintonía. Alguien me adelanta mientras
hace sonar su claxon. No importa. Da igual. Mi compañera y
yo necesitamos un tiempo. Las rectas no nos motivan.
Hoy salgo
sólo. Me gusta salir solo de vez en cuando. Me encantan los
grupos y las risas y cometarios que haces, y sobre todo, me
encanta salir con Javi, pero de tanto en tanto, es
conveniente irse uno sólo. Es curioso pero a veces, ni paro
cuando salgo solo. Es un disfrute en silencio, en soledad,
propio, intransferible. Me concentro en lo que me gusta. No
dependo de nadie, ni tengo que ir pendiente de nadie; de si
voy más deprisa o más despacio; de si aquel es mejor que yo
o no. Quizás las tumbadas no sean las más salvajes, ni mis
tiempos los mejores, ni mi paso por curva el más rápido, ni
mis frenadas las más radicales, pero es que me da igual; No
es efectividad lo que busco. Son sensaciones.
La
carretera, a medida que me acerco a la sierra, se va
retorciendo. Me retrepo sobre la moto y me voy preparando.
Asiento bien los pies sobre los estribos, me pego al
depósito, y aprieto bien el manillar, con suavidad pero con
firmeza. Las primeras curvas llegan hasta mí. Al principio
freno un poco antes, bajo solo una marcha, como si fuese
adecuándome a la nueva situación. Cada vez freno más tarde,
me descuelgo más de la moto, muevo más el cambio, y ahora ya
el disfrute se transforma en concentración plena. Ya nada
cuenta; sólo el asfalto, la moto y yo. Todo parece ser una
misma cosa. Voy enlazando curvas, saliendo de un lado a
otro. Fuerzo un poco el motor, sintiendo sus aullidos al
acelerar y sus listonadas al bajar marchas y frenar. La
concentración es máxima y mi mente, debajo del casco ya no
admite otra cosa que el pilotar. Noto cada cambio de
asfalto, cada ondulación del terreno, cada peralte.
No soy capaz
de saber cuanto tiempo he estado así. Ni quiero. Tampoco he
puesto el odómetro a cero. Me da igual cuantos kilómetros
haya hecho. Sólo se que en las largas rectas de vuelta a
casa, mi velocidad es normal, y mis pulsaciones y mi
adrenalina va volviendo a la normalidad. Es entonces cuando
todo lo que hecho vuelve a mí y me siento a gusto y
satisfecho. Me ha encantado tumbar, y acelerar y frenar y
esos cambios de dirección y esos… En definitiva, me ha
gustado todo. Es en ese momento cuando más disfruto, como
cuando bajas de una gran montaña rusa y parece que has
grabado cada looping, cada subida, cada bajada, y la
grabación pasa por tu cabeza una y otra vez.
Cuando
llegas a casa, inicias otra liturgia; la de final de la
batalla. La de guardar todo, limpiarlo todo. La batalla ha
terminado y tú te sientes muy bien. Ha sido peligroso,
claro, la moto lo es. Pero es esa sensación de peligro y
velocidad, la que te realmente te atrae. Es un poco como las
películas de miedo; Hay gente que lo pasa fatal pero que no
puede dejar de verlas.
Para mí, no
hay otra cosa igual.
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