¡¡¡ UNA MAÑANA EN LA SIERRA!!!

             La luz se filtra a través de la persiana. De fondo, un soniquete familiar ayuda a despertarme. Los niños ya se han levantado. Algún día, algún estudio científico será capaz de explicarme porque razón entre semana, para ir al colegio, hay que echarlos de la cama y los fines de semana se despiertan, sin más, tan pronto. El reloj del despertador señala las ocho de la mañana.  

            Me levanto y me doy una ducha para poder desperezarme del todo. Mientras me ducho, disfrutando del agua tibia resbalando por mi piel, un cierto nerviosismo se apodera de mí. Siempre me pasa igual cuando voy a salir en moto. Esté haciendo lo que esté haciendo, mi mente siempre me traslada a la moto. Me ocurre mientras me ducho, mientras preparo el desayuno, mientras desayuno con los niños. Es como si la mente me fuese preparando para lo que viene. Parece que mi cuerpo va liberando la adrenalina poco a poco. 

            Mientras desayuno, mi cabeza va recorriendo la sierra, como si el disco duro de mi cerebro fuese cargando un video juego y la carretera se fuese mostrando ante mí. No se muy bien si cargar el disco de una ruta u otra. Todas me gustan. Al final, parámetros como domingueros, fechas de fiestas, etc, te ayudan a decidir, aunque la mayoría de las veces, decido sobre la marcha. Termino de desayunar, y lentamente, comienzo a vestirme de motero. Siempre que lo hago, me recuerda un poco a la liturgia del traje de torero; Es un momento especial, como si fuese el momento definitivo, el paso crucial que marca la diferencia entre estar en tierra y subirte a lo moto. Siempre he pensado que no tiene tanto que ver con el hecho de que vayas a ir muy deprisa, sino más bien con que se acerca un momento de disfrute que no tiene igual.

            Abro la puerta del garaje y la luz del día lo llena todo. Llave de contacto, las luces del cuadro parpadean, zumbido de la inyección y del check control. Aprieto con suavidad el botón de puesta en marcha y el motor cobra vida. El garaje se llena de su sonido y los tres cilindros, acelerados un tanto por el estárter, pugnan por encontrar su movimiento acompasado. Notas como la gasolina fluye por los conductos hasta los cilindros, y casi puedes ver como el aceite, viscoso y denso, comienza a tomar temperatura e inicia su recorrido por todos los recovecos del motor, como la sangre por las venas, permitiendo que haya vida en su interior. 

            Saco la moto fuera y el sol incide directamente sobre ella. La luz, hace refulgir su figura plateada, creando un juego de colores dependiendo de donde incida. Me bajo y la admiro. Siempre me ha gustado ese momento. Me importa un pepino si a los demás les gusta o no. A mí, mi moto me enamora. Me encanta verla desde atrás y un poco de lado, admirando su basculante mono brazo, su rueda negra, ancha, amenazante, limpia, inmaculada. Me encantan sus escapes, humeantes por el intenso frío, cromados, brillantes. Me gustan sus líneas angulosas, la cúpula recortada sobre el depósito, su afilado carenado que se adelanta por encima de la rueda delantera y parece estar deseando cortar el viento. Me gusta como el guardabarros delantero abraza la rueda y me encanta como brillan los discos de freno.

            Me pongo el casco, y mientras me lo ajusto, siempre creo que ha llegado el momento definitivo. Como si te hubieses puesto la armadura antes de la batalla. El casco te aísla definitivamente de todo y en ese momento, en ese preciso momento, ya sólo estás tú, tu moto, y la carretera. Ya no hablas, nadie te habla, tu mente se concentra en lo que tiene que hacer y es cuando el verdadero espíritu de montar en moto se muestra con toda su realidad. Por eso no me gustan los manos libres en la moto. Quizás si para la ciudad, pero para esto, para disfrutar plenamente, me niego en redondo.

                        Llego a la gasolinera. Lleno el depósito, compruebo presiones y hago un repaso de todo. Al fin, salgo a la carretera y voy dejando atrás la ciudad. Voy enlazando marchas suavemente, sin subir la moto de vueltas, dejando que sea ella la que vaya entrando en calor y sintonía. Alguien me adelanta mientras hace sonar su claxon. No importa. Da igual. Mi compañera y yo necesitamos un tiempo. Las rectas no nos motivan.

                        Hoy salgo sólo. Me gusta salir solo de vez en cuando. Me encantan los grupos y las risas y cometarios que haces, y sobre todo, me encanta salir con Javi, pero de tanto en tanto, es conveniente irse uno sólo. Es curioso pero a veces, ni paro cuando salgo solo. Es un disfrute en silencio, en soledad, propio, intransferible. Me concentro en lo que me gusta. No dependo de nadie, ni tengo que ir pendiente de nadie; de si voy más deprisa o más despacio; de si aquel es mejor que yo o no. Quizás las tumbadas no sean las más salvajes, ni mis tiempos los mejores, ni mi paso por curva el más rápido, ni mis frenadas las más  radicales, pero es que me da igual; No es efectividad lo que busco. Son sensaciones.

                        La carretera, a medida que me acerco a la sierra, se va retorciendo. Me retrepo sobre la moto y me voy preparando. Asiento bien los pies sobre los estribos, me pego al depósito, y aprieto bien el manillar, con suavidad pero con firmeza. Las primeras curvas llegan hasta mí. Al principio freno un poco antes, bajo solo una marcha, como si fuese adecuándome a la nueva situación. Cada vez freno más tarde, me descuelgo más de la moto, muevo más el cambio, y ahora ya el disfrute se transforma en concentración plena. Ya nada cuenta; sólo el asfalto, la moto y yo. Todo parece ser una misma cosa. Voy enlazando curvas, saliendo de un lado a otro. Fuerzo un poco el motor, sintiendo sus aullidos al acelerar y sus listonadas al bajar marchas y frenar. La concentración es máxima y mi mente, debajo del casco ya no admite otra cosa que el pilotar. Noto cada cambio de asfalto, cada ondulación del terreno, cada peralte.

                        No soy capaz de saber cuanto tiempo he estado así. Ni quiero. Tampoco he puesto el odómetro a cero. Me da igual cuantos kilómetros haya hecho. Sólo se que en las largas rectas de vuelta a casa, mi velocidad es normal, y mis pulsaciones y mi adrenalina va volviendo a la normalidad. Es entonces cuando todo lo que hecho vuelve a mí y me siento a gusto y satisfecho. Me ha encantado tumbar, y acelerar y frenar y esos cambios de dirección y esos… En definitiva, me ha gustado todo. Es en ese momento cuando más disfruto, como cuando bajas de una gran montaña rusa y parece que has grabado cada looping, cada subida, cada bajada, y la grabación pasa por tu cabeza una y otra vez.

                        Cuando llegas a casa, inicias otra liturgia; la de final de la batalla. La de guardar todo, limpiarlo todo. La batalla ha terminado y tú te sientes muy bien. Ha sido peligroso, claro, la moto lo es. Pero es esa sensación de peligro y velocidad, la que te realmente te atrae. Es un poco como las películas de miedo; Hay gente que lo pasa fatal pero que no puede dejar de verlas.

 

                        Para mí, no hay otra cosa igual.