LA MOTO QUE NOS GUSTARÍA TENER

No hay conversación de moteros que no tenga que ver con las motos. Algo obvio, ¿no? Pues no. No me refiero al mundillo motero o a todo lo que rodean las motos. Me refiero específicamente a las motos.

Me explico. Los moteros siempre hablan de la moto que le gustaría tener. Uno acaba de comprarse la suya y ya está pensando en la siguiente que podría o querría comprarse. De psicólogo, vamos. Si uno lo compara con otras cosas de la vida, yo creo que eso no pasa. Una bici, una tele, un móvil, un coche… tantas y tantas cosas que disfrutamos durante un tiempo, que suele ser bastante, y ya luego nos planteamos cambiarlas, o no. Pero la moto no. Hay que cambiarla al minuto 1. 

Esto, lejos de estimularnos yo creo que nos mete en un sentimiento de insatisfacción perpetua, en el que nunca estamos contentos. Hay preguntas inquietantes que nos hacemos continuamente y merman nuestra capacidad de disfrute; ¿debería haber comprado esa otra deportiva? ¿Debería haberme pasado a esa nueva trail? ¿Quizás debería haber optado por aquella rutera? Todo esto pasa por dos motivos básicamente; Porque la industria de las motos, los fabricantes, son enviados del diablo para complicarme la vida y no dejarme disfrutar de ella fabricando infinidad de modelos y renovaciones constantes que convierten mi vida en una amargura; El otro motivo son las revistas de motos que son los mensajeros del diablo publicando constantemente novedades y evoluciones. 

Yo, que soy un motero más, también estoy perpetuamente influido por ese virus letal del cambio. Pero en mi caso se agrava porque me pasa como con las mujeres, y es que me gustan casi todas. Pero es que me gustan tanto, como dijo aquel, me gusta hasta la mía. Al que le gustan las deportivas, pues eso, es difícil en muchos casos mejorar lo que tiene. Al que le gustan en exclusiva las ruteras, pues eso, la evolución es complicada. Con las trail, otro tanto de lo mismo. Y así con todos los estilos de motos. Pero ¿Y si te gustan todas? Pues eso, tienes un problema. Yo siempre quiero cambiarla. Constantemente, pero curiosamente, me ocurre cuando no estoy subido en ella, o cuando no la tengo delante, cuando no la veo ni la siento.

Así pues, uno tiene que buscarse razones y motivos para mantenerse frío y disfrutar de lo que uno tiene. Hay tantas injusticias, tantos sinsabores, que hay que paladear el ser un privilegiado que se puede permitir un placer como es la moto. En mi caso, eso sucede cuando monto en mi moto. No montar por montar, a cualquier hora o en cualquier momento. No. Hablo del verdadero placer de montar en moto, ese placer que es sólo tuyo, sin prisas, ni horas límite de nada, ni camino prefijado. Ni nada.

Hablo de esos días de sol, de azules intensos, de luz clara. Hablo de días fríos, no en exceso, de días perfectos.

Hablo de esos momentos, de esas horas en las que casi todo el mundo duerme todavía y las calles están vacías, sin ruidos ni movimiento alguno. Hablo de esos días en los que la vida parece haberse detenido y simula haberte dado un respiro y puedes hacer un paréntesis con casi todo. Hablo de esos días en los que los problemas y lo duro del día a día te han dado una tregua, te han abandonado. Esos días en los que simplemente estás tú y tu moto.

Hablo de ese momento mágico, en el que tu moto cobra vida. Hablo de ese momento en el que el sol se refleja en los cromados, en los escapes, en el metalizado del depósito. Hablo de esos momentos en los que el calor de los escapes deja escapar halos de humo como cuando tú exhalas vapor por el frío del día. Hablo de ese momento en el que te vas ajustando los guantes y rodeas tú moto y cuando pasas por su frontal parece decirte que hoy va a ser un gran día. El motor vibra y se mueve mientras acompasa su sonido al ir cogiendo temperatura. Te está avisando de que está listo, de que está preparado para salir, para rodar, para volar.

Hablo de ese momento en el que te subes a la moto y das un par de acelerones suaves. El motor se retuerce y ruge, oscila y se estremece el resto de la moto. Una ligera sonrisa se dibuja en tu rostro. Hablo del momento en el que metes la primera y todo se estremece. Sueltas embrague y sales suavemente. Hablo del momento en el que te incorporas a la carretera y te dejas llevar por encima de ella. Tu moto parece tener vida propia y la sientes palpitar, pistonear bajo tu cuerpo. Hablo del momento en el que sientes como la moto se ha fundido contigo y formas ya una sola cosa con ella, un solo elemento. Notas como las ruedas transmiten el movimiento e incluso puedes sentir como pisan el asfalto y engullen la eterna línea negra que es la carretera. Puedes sentir los baches, las líneas, los cambios de asfalto. Puedes sentir como trabajan los pistones, como suben y bajan acompasados. Puedes sentir como fluye el aceite recorriendo todos los recovecos del motor. Puedes sentir como trabajan los amortiguadores, como absorben las ondulaciones y te permiten volar. Puedes sentir como rugen los escapes a cada golpe de gas. Un sólo elemento, tú y tu moto.

Te dejas llevar por las curvas y te sientes catapultado de una a otra retorciendo el gas al levantar la moto. Otras motos no son así, pero la mía si. No tengo que trabajar en el cambio, es puro disfrute de la tumbada. Noto como al soltar gas la retención hace petardear los escapes y me tengo que apoyar en el manillar. Me abro ligeramente hacia el exterior y me dejo caer hacia el interior. Veo como el asfalto se va acercando a medida que la moto tumba. Parece increíble rodar tan cerca de el. Ya voy saliendo y casi en medio de la curva puedo acelerar casi al máximo, pero hoy no me hace falta. Sólo quiero disfrutar sin más. Me siento catapultado de nuevo hacia delante y rugen los escapes de una forma espectacular. Los pistones me transmiten una fuerza descomunal y siento las vibraciones en mis piernas y en mis manos. No miro los retrovisores. Me da igual si me siguen o no. Estoy solo en la sierra y cuando la carretera tiene una pared, esta me devuelve el sonido amplificado de mis escapes y se me eriza el pelo. El paisaje es increíble y la sensación de estar allí solos, mi moto y yo me parece alucinante.

Curvas y curvas, rectas y rectas y las sensaciones a flor de piel. No se si llevo 10 o 100 kilómetros. Me da igual. Lo que quiero es que esto no acabe. No me acuerdo de nada, ni pienso en nada. Sólo disfruto. 

Hablo de ese disfrute. Hablo de llegar a un sitio, parar y sentarte en una terraza, tú solo, un café y un cigarro. Hablo de no hablar con nadie. Ni conmigo mismo. Hablo de dejar el casco, de estirar las piernas y admirar mi moto delante de mí. Hablo de escuchar como crujen por el calor aún sus escapes. Hablo de admirar de nuevo sus formas, sus cromados, lo inmenso de su motor. Pero ahora desde la admiración que supone haber disfrutado de ellos, de haber gozado de todo lo que te han dado.

Hablo de no querer nunca cambiarla. Hablo de un sentimiento, de una emoción, de una pasión. Hablo de un estremecimiento, de decenas de percepciones, de cientos de impresiones, de miles de sensaciones.

De eso hablo. De mi moto. De la quiero tener.