Toda una generación está marcada por el extraño y fascinante
viaje que realizaban Dennis Hopper y Peter Fonda de una a otra
parte de Estados Unidos, en busca de una felicidad imposible.
Easy Rider, realizada en 1969, impuso en la mitomanía mundial
las grandes máquinas de dos ruedas que conferían a sus
conductores una libertad más allá de cualquier otro medio de
movimiento al uso. Pero es que, además, mientras los dos
protagonistas avanzaban hacia ninguna parte, se encontraban con
una serie de realidades norteamericanas del momento que
reflejaban tanto los horizontes ambiguos que se le abrían al
joven país, como determinados lugares comunes que hacían
presagiar el retorno de los males de antaño. Un film
absolutamente premonitorio y desgraciadamente olvidado, pero que
en mi caso, lo recuerdo muy bien, me introdujo en ese ámbito un
tanto misterioso y en general con mala prensa que es el de los
moteros, lanzados a toda velocidad por las carreteras del mundo.
Y todavía hoy,
cuando en España arde la pasión por las grandes máquinas,
percibo que late la envidia por tales tipos, con aspecto
legendario, en general fuertes y macizos, acompañados de
chicas impresionantes, y que suelen mantener ciertos códigos
que van mucho más allá de la carretera. Son casi unos
marginales. Porque viajan más rápidos que nosotros,
instalados en la monotonía del transporte.
Por todo lo anterior, cuando leí que un grupo de moteros
mallorquines reaccionaba ante el asesinato de uno de los
suyos, el policía Diego Salva, y estaba decidió a rendirle
un homenaje motorístico "a lo grande", con servicio
religioso incluido, comprendí hasta qué punto este colectivo
mantenía aquellas dosis de relación humana tantas veces
contempladas en la gran pantalla, pero sobre todo en el film
al que me he referido antes. Después, contemplé las
fotografías de la celebración, con más de mil moteros
recorriendo las calles de Palma, en homenaje póstumo a
Diego, que era un convencido servidor público sin dejar de
ser uno de esos moteros antológicos. Para sus compañeros de
máquinas míticas, Diego no era un ser anónimo, porque se
trataba de un amigo de viajes, de aventuras, de vida. Y tal
noticia me llegó al alma.
Una sociedad como la nuestra, tan estereotipada ella desde
las modas imperantes y aupadas por los medios de
comunicación, decide lo que vale y lo que no vale, una
decisión que alcanza al conjunto de los colectivos sociales
de todo tipo. Y en general, cuando se habla y se escribe de
tales colectivos, suele ser para contarnos alguna acción no
precisamente modélica: acciones desprovistas de toda
moralidad pero apoyadas gremialmente por el colectivo en
cuestión. Desde las celebridades rosas hasta los políticos
corruptos, sin dejar de hacerse presentes los periodistas de
medio pelo, advenedizos que solamente dañan nuestra
profesión pero que se van de rositas. La verdad social nos
viene impuesta, y nosotros nos limitamos a encajarla y
deglutirla con un entusiasmo adolescente. No solemos
preguntarnos por la posible realidad oculta bajo la noticia
espectacular y detonante. Casi nunca.
En muchas ocasiones, nuestros moteros tienen cierta fama
social de gente agresiva y un tanto prepotente en las
carreteras, una especie de batallón incontenible que arrasa
con lo que sea y como sea. Individuos, ellas también, que
muestran su autoridad vial con ocasión de los grandes
premios internacionales de motos maravillosas, una especie
de legión en camino, por ejemplo, de Jerez, chicos rudos y
barbados donde los haya. A los que miramos de reojo. Como en
Easy Rider los biempensantes de turno miraban a Hopper y
Fonda en su gran moto mientras cruzaban Estados Unidos al
final de los necesarios sesenta. Las cosas son como son. Y
los moteros nos producen pavor y hasta sospecha.
Hete aquí, sin embargo, que cuando uno de los suyos es
asesinado por esos precisos calculadores de la muerte,
nuestros terroristas implacables dígase lo que se diga,
cuando uno de los suyos cae en el camino del servicio común,
esos moteros duros donde los haya, aparecen en la vía
pública para recordarnos que los suyos son de verdad los
suyos, y que tocar a uno de ellos es tocarlos a todos. No se
trata de un facilitón gremialismo, en absoluto. Estamos, por
el contrario, ante una reacción de naturaleza ética y
vinculada al amor fraternal según esa modalidad
contemporánea que llamamos solidaridad.
Desde estas páginas, donde tantas veces uno escribe sobre la
distancia humana imperante, es un placer reconocer la
grandeza de unos hombres y mujeres que han sabido reaccionar
como caballeros ante la adversidad. Son esos moteros
admirables que, entre sollozos, celebraban la muerte asesina
de Diegos Salva, uno de los suyos, en acto de servicio.
Dennis Hopper y Peter Fonda, desde las autopistas de la
gloria, habrán aplaudido esta marcha. Y se habrán sumado a
ella.
http://www.diariodemallorca.es/opinion/2009/08/13/opinion-moteros-admirables/493367.html |