¡¡¡ EL VIAJE DEL MIEDO !!!

 

                        El motor de la moto giraba redondo. Ese motor, era un prodigio y siempre me llevaba con seguridad allí donde yo quería ir. Me encantaba su sonido, ese bramido ronco y poderoso que me catapultaba hacia delante. Disfrutaba mucho acelerando en los túneles, donde las paredes,  multiplicaban el sonido y me lo devolvían amplificado en muchos decibelios.

El viaje había sido maravilloso. Rodando por las negras cintas de asfalto infinito, con miles de curvas y paisajes espectaculares. Cuando ruedas en medio de parajes extraordinarios, tu ritmo baja como bajan las pulsaciones cuando estás relajado. Te dejas llevar, y ese dejarte llevar, te hace parar de tanto en tanto. Una sucesión de curvas que tomas despacio, dejando que se incline la moto de forma natural, sin forzar nada, en una marcha que ni es corta ni es larga, es sencillamente la ideal. Al coronar una subida, en plena curva una zona de gravilla y tras ella el balcón de la vida. Cruje la gravilla bajo tus ruedas y te acercas al borde. Paras, apagas el motor, y el silencio te abraza, dejando que todo parezca detenerse como en un cuadro. 

Te quedas parado, maravillado ante lo que la naturaleza puede hacer, ante lo que te puede ofrecer. Sentado en tu moto, inclinada sobre la pata de cabra, dejando caer tintineos metálicos por el calor del motor y del escape. Allí estás, tú y tu moto, como figuras recortadas sobre el horizonte retorcido que son las montañas, verdes jalonadas de pequeñas caperuzas blancos de nieve. Enciendes un cigarro y aspiras el humo que, incluso da la sensación de ser menos dañino en ese entorno, como más puro, más sano, como si formase parte del propio aire. Ese cigarro, fumado con la calma del que no tiene prisa, del que está disfrutando, hace que te relajes aún más. ¿Dónde quedaron las prisas? ¿Dónde los agobios? ¿Dónde la adrenalina de la velocidad?  Que más da donde quedaron. Nada importa en ese momento.

Piensas y repasas el viaje. Un viaje por Galicia. Un viaje de los que sólo se puede hacer en moto, sintiendo el asfalto, cerca de el. No encerrado entre cuatro paredes de metal, sino sintiendo el aire, como incluso notas que cambia la temperatura bruscamente al pasar por zonas de umbría, como los aromas llegan a ti, sintiendo que todo está mucho más próximo, parándote donde te ha parecido, llegando inclusive a pensar que no había nada entre el asfalto y tú, y que la moto y tu erais una misma cosa.

Ahora hay que volver a la civilización. Moviéndote de un lado a otro, tomando desvíos, curvas, etc., de repente te das cuenta que no sabes muy bien donde estás. La tarde está cayendo y la noche se cierne sobre las montañas. Las  nubes sueltas que al atardecer parecían de algodón se han unido y se han compactado.

La falta de luz las ha transformado en oscuras y feas. Y son muchas. Algo te hace recordar que las montañas, la alta montaña, es traicionera y lo que unas horas antes es idílico, pueden transformarse en algo terrorífico tiempo después.

Pones en marcha la moto y la relajación se ha transformado en algo de ansiedad. Algo te dice que debes darte prisa, pero esas curvas no son para eso. La carretera es sinuosa, muy estrecha y el asfalto es viejo y está cuarteado. La temperatura ha caído bruscamente. No hay carteles indicadores y no tienes claro cuanto te falta para llegar a la civilización. Nerviosamente miras el indicador de gasolina; ¡mierda! Esta moto no tiene. Empiezas a preguntarte cuantos kilómetros hace que echaste la gasolina. La moto roza las estriberas en las curvas al aumentar el ritmo ¡porque no me quedaría con mi deportiva que ni rozaba y tenía indicador de gasolina! ¡Dichosa custom. 

Las curvas pasan y pasan y no llegas a ningún lado. Lo único que te da seguridad es que estás bajando y ese debe alejarte de la montaña. Antes o después encontrarás algún pueblo. De pronto unas gotitas en tu visera. Está comenzando a llover. Esas nubes estaba claro que no venían sólo a saludarte. Las curvas son cada vez menos cerradas ¡menos mal!, porque has estado a punto de caerte ya varias veces. El paisaje empieza a cambiar y la cinta de asfalto cada vez es más recta y empieza a estar rodeada de árboles. Las rectas, aunque no muy largas, te dan algo de seguridad. Suspiras bajo el casco. Imaginas que no tardarás mucho en encontrar un pueblo.

Los árboles se hacen más grandes y se curvan sobre la carretera. La lluvia, aunque muy fina y poco copiosa hace que debas limpiarte la visera con la mano continuamente. Una neblina desciende de los árboles y reduce bastante la visibilidad. No hay otras luces que las de la moto. De hecho te das cuenta que no recuerdas cuando fue la última vez que te cruzaste con otro vehículo. El motor ronca en medio de la noche y su sonido te reconforta un tanto. Sabes que no te dejará tirado. Empiezas a notar el frío, y esos árboles tan frondosos, esa neblina que no deja ver, y las hojas desparramadas por el ya mojado asfalto, ayudan a que la sensación de frío sea aún mayor.  

Las curvas no están señalizadas o la vegetación tapa las señales, el caso es que esas pequeñas rectas son peligrosas, porque te confías y no las ves. Esos árboles son tan grandes y están tan encima que empiezan a asustarte. Las ramas se echan sobre tí y al ser movidas por el aire crean figuras extrañas. El frío es ya intenso, pero no debería serlo tanto, piensas.

No ha pasado tanto tiempo desde que el sol se ha ido. Y además, viene como a rachas. De pronto, el frío entra por tu cuello y resbala por tu espalda. Das un respingo sobre la moto y esta se menea. Aún no te has repuesto y vuelve otra vez. Es como si el aire se hubiese centrado en tu cuello, como si alguien  estuviese sentado detrás y te llegase su aliento. Un escalofrío recorre tu columna y eriza los pelos de la nuca. Es tan intenso el escalofrío que sientes un fuerte dolor en los hombros. Las ramas de los árboles se mueven con violencia, casi como con rabia y sus extremos parecen manos gigantes que quieren atraparte.

Las hojas vuelan alrededor del paso de la moto y revolotean con fuerza frente al casco reduciendo aún más la visibilidad. - ¿Pero donde me he metido? - Piensas con nerviosismo. De súbito, el aliento en tu cuello parece ser más intenso; cierras por unos segundos los ojos intentando alejar de ti esa sensación de que alguien viaja contigo. Una punzada de dolor llega a tus riñones, punzada provocada por la tensión del sistema nervioso que te deja bloqueado.  

En ese momento, totalmente despistado, la moto resbala en una curva, y sin poder remediarlo te caes hacia un lado. Se desliza, haciendo saltar mil chispas y vas hacia la cuneta, hacia los árboles. La moto se detiene sobre un lecho de rojas hojas caídas. Tumbado a su lado te das cuenta que no te has hecho nada. - ¡Si esto tenía que pasar! – Piensas - ¡Menos mal que no me hecho daño! – El motor de la moto se detiene y su ronco sonido deja de oírse. Tras ese sonido, el silencio. Un silencio intenso, casi doloroso. Te zumban los oídos. La luz de la moto sigue funcionando y eso llena aún más de danzarinas sombras el entorno. Ni un sólo vehículo circula. Miras en tu bolsillo buscando nerviosamente el teléfono móvil. ¡No hay cobertura! 

Te levantas del suelo y de frente a la luz de la moto se recorta una figura. Tu corazón da un vuelco. Notas las palpitaciones cada vez más fuertes. Esa figura no estaba ahí hace unos segundos. ¿De donde ha salido? Te está mirando fijamente. ¡Es una niña! ¡Pero qué demonios hace ahí una niña!

- ¿Qué haces aquí? – le preguntas carraspeando la voz. - ¿te has perdido? –

La niña no contesta. Continúa mirándote con una expresión dulce. Te fijas un poco más. Es una niña morena, con el pelo negro, rizado, casi con tirabuzones. El negro pelo contrasta con su pálida tez. Su rostro, muy blanco parece estar recortado bajo su pelo. El vestido, de un marrón muy clarito, parece muy ligero, como de lino. Está sucio en algunas partes. - Debe estar muerta de frío – piensas. Porque el vestido que parece antiguo, es de verano. Sin embargo, lo que más llama la atención es su mortecina tez, aunque quizás la luz de la moto y la neblina acrecienten su palidez. –  

¿Pero como se va a perder aquí, en medio de ningún sitio una niña?  - te preguntas a ti mismo. De pronto una duda martillea tu mente.

- ¿Eras tú la que iba detrás, en la moto? – inquieres tragando saliva. Las manos te sudan a pesar del frío y del restregón por el suelo. Te sudan porque ya sabes la respuesta. Un sudor frío recorre tu espalda y tus ojos, clavados en los suyos, tan oscuros, son incapaces de moverse de allí.

Otra vez el profundo silencio. Ese desgarrador silencio que lo inunda todo. Y de pronto, la niña, sin saber muy bien cuanto tiempo ha transcurrido desde que la vio por primera vez, levanta su bracito y lo extiende hacia ti. Una suave voz sale de sus labios y abraza tus oídos como en un susurro.

- ¡Ven! - 

La voz penetra en tu interior y sientes como tu estómago se encoge y como los nervios atenazan tus miembros. Quisieras escapar de allí, salir corriendo y no parar; incluso quisieras cerrar tus ojos y no ver, no mirar; quisieras también que tu mente dejase de pensar en lo que está pensando y no hacer ese momento tan doloroso, pero nada puedes hacer. Tan sólo mirar.

- ¡Ven! – susurra de nuevo moviendo levemente su blanca manita.

Tan sólo mirar. Ya no eres dueño de tu cuerpo. El susurro de su voz te atrapa finalmente. La luz de la moto cada vez es más débil, y en ocasiones, va y viene. Sabes que esa luz, que es el único vínculo que tienes con el mundo se irá.

- ¡Ven! -

Te atreves a girar levemente tu cabeza y tu mirada cae al suelo. Allí está tu moto. Rememoras levemente las satisfacciones que has sentido sobre ella y como, hasta el último instante está intentando no fallarte, manteniendo esa luz que en esos momentos es la vida. En ese momento, tus nervios se templan un tanto, tu dolor nervioso casi desparece y el sudor se evapora. Es la clarividencia de lo evidente. El saber que ya no eres dueño ni de ti mismo, y que esté como estés pasará lo que tenga que pasar.

                        La luz de la moto, deja de existir. Se apaga definitivamente. Sólo oyes tu propia respiración. La oscuridad te atrapa y frente a ti, la carita de la niña aún se puede ver. La poca claridad de la noche se refleja en su rostro, pero sólo en su rostro como una luna blanca recortada sobre el negro cielo

                        - ¡Ven! – se oye de nuevo en medio de la oscuridad y acto seguido, un gran suspiro. TU SUSPIRO.