El motor de la
moto giraba redondo. Ese motor, era un prodigio y siempre me
llevaba con seguridad allí donde yo quería ir. Me encantaba
su sonido, ese bramido ronco y poderoso que me catapultaba
hacia delante. Disfrutaba mucho acelerando en los túneles,
donde las paredes, multiplicaban el sonido y me lo
devolvían amplificado en muchos decibelios.
El viaje había sido maravilloso.
Rodando por las negras cintas de asfalto infinito, con miles
de curvas y paisajes espectaculares. Cuando ruedas en medio
de parajes extraordinarios, tu ritmo baja como bajan las
pulsaciones cuando estás relajado. Te dejas llevar, y ese
dejarte llevar, te hace parar de tanto en tanto. Una
sucesión de curvas que tomas despacio, dejando que se
incline la moto de forma natural, sin forzar nada, en una
marcha que ni es corta ni es larga, es sencillamente la
ideal. Al coronar una subida, en plena curva una zona de
gravilla y tras ella el balcón de la vida. Cruje la gravilla
bajo tus ruedas y te acercas al borde. Paras, apagas el
motor, y el silencio te abraza, dejando que todo parezca
detenerse como en un cuadro.
Te quedas parado, maravillado ante
lo que la naturaleza puede hacer, ante lo que te puede
ofrecer. Sentado en tu moto, inclinada sobre la pata de
cabra, dejando caer tintineos metálicos por el calor del
motor y del escape. Allí estás, tú y tu moto, como figuras
recortadas sobre el horizonte retorcido que son las
montañas, verdes jalonadas de pequeñas caperuzas blancos de
nieve. Enciendes un cigarro y aspiras el humo que, incluso
da la sensación de ser menos dañino en ese entorno, como más
puro, más sano, como si formase parte del propio aire. Ese
cigarro, fumado con la calma del que no tiene prisa, del que
está disfrutando, hace que te relajes aún más. ¿Dónde
quedaron las prisas? ¿Dónde los agobios? ¿Dónde la
adrenalina de la velocidad? Que más da donde quedaron. Nada
importa en ese momento.
Piensas y repasas el viaje. Un viaje
por Galicia. Un viaje de los que sólo se puede hacer en
moto, sintiendo el asfalto, cerca de el. No encerrado entre
cuatro paredes de metal, sino sintiendo el aire, como
incluso notas que cambia la temperatura bruscamente al pasar
por zonas de umbría, como los aromas llegan a ti, sintiendo
que todo está mucho más próximo, parándote donde te ha
parecido, llegando inclusive a pensar que no había nada
entre el asfalto y tú, y que la moto y tu erais una misma
cosa.
Ahora hay que volver a la
civilización. Moviéndote de un lado a otro, tomando desvíos,
curvas, etc., de repente te das cuenta que no sabes muy bien
donde estás. La tarde está cayendo y la noche se cierne
sobre las montañas. Las nubes sueltas que al atardecer
parecían de algodón se han unido y se han compactado.
La falta de luz las ha transformado
en oscuras y feas. Y son muchas. Algo te hace recordar que
las montañas, la alta montaña, es traicionera y lo que unas
horas antes es idílico, pueden transformarse en algo
terrorífico tiempo después.
Pones en marcha la moto y la
relajación se ha transformado en algo de ansiedad. Algo te
dice que debes darte prisa, pero esas curvas no son para
eso. La carretera es sinuosa, muy estrecha y el asfalto es
viejo y está cuarteado. La temperatura ha caído bruscamente.
No hay carteles indicadores y no tienes claro cuanto te
falta para llegar a la civilización. Nerviosamente miras el
indicador de gasolina; ¡mierda! Esta moto no tiene. Empiezas
a preguntarte cuantos kilómetros hace que echaste la
gasolina. La moto roza las estriberas en las curvas al
aumentar el ritmo ¡porque no me quedaría con mi deportiva
que ni rozaba y tenía indicador de gasolina! ¡Dichosa custom.
Las curvas pasan y pasan y no llegas
a ningún lado. Lo único que te da seguridad es que estás
bajando y ese debe alejarte de la montaña. Antes o después
encontrarás algún pueblo. De pronto unas gotitas en tu
visera. Está comenzando a llover. Esas nubes estaba claro
que no venían sólo a saludarte. Las curvas son cada vez
menos cerradas ¡menos mal!, porque has estado a punto de
caerte ya varias veces. El paisaje empieza a cambiar y la
cinta de asfalto cada vez es más recta y empieza a estar
rodeada de árboles. Las rectas, aunque no muy largas, te dan
algo de seguridad. Suspiras bajo el casco. Imaginas que no
tardarás mucho en encontrar un pueblo.
Los árboles se hacen más grandes y
se curvan sobre la carretera. La lluvia, aunque muy fina y
poco copiosa hace que debas limpiarte la visera con la mano
continuamente. Una neblina desciende de los árboles y reduce
bastante la visibilidad. No hay otras luces que las de la
moto. De hecho te das cuenta que no recuerdas cuando fue la
última vez que te cruzaste con otro vehículo. El motor ronca
en medio de la noche y su sonido te reconforta un tanto.
Sabes que no te dejará tirado. Empiezas a notar el frío, y
esos árboles tan frondosos, esa neblina que no deja ver, y
las hojas desparramadas por el ya mojado asfalto, ayudan a
que la sensación de frío sea aún mayor.
Las curvas no están señalizadas o la
vegetación tapa las señales, el caso es que esas pequeñas
rectas son peligrosas, porque te confías y no las ves. Esos
árboles son tan grandes y están tan encima que empiezan a
asustarte. Las ramas se echan sobre tí y al ser movidas por
el aire crean figuras extrañas. El frío es ya intenso, pero
no debería serlo tanto, piensas.
No ha pasado tanto tiempo desde que
el sol se ha ido. Y además, viene como a rachas. De pronto,
el frío entra por tu cuello y resbala por tu espalda. Das un
respingo sobre la moto y esta se menea. Aún no te has
repuesto y vuelve otra vez. Es como si el aire se hubiese
centrado en tu cuello, como si alguien estuviese sentado
detrás y te llegase su aliento. Un escalofrío recorre tu
columna y eriza los pelos de la nuca. Es tan intenso el
escalofrío que sientes un fuerte dolor en los hombros. Las
ramas de los árboles se mueven con violencia, casi como con
rabia y sus extremos parecen manos gigantes que quieren
atraparte.
Las hojas vuelan alrededor del paso
de la moto y revolotean con fuerza frente al casco
reduciendo aún más la visibilidad. - ¿Pero donde me he
metido? - Piensas con nerviosismo. De súbito, el aliento en
tu cuello parece ser más intenso; cierras por unos segundos
los ojos intentando alejar de ti esa sensación de que
alguien viaja contigo. Una punzada de dolor llega a tus
riñones, punzada provocada por la tensión del sistema
nervioso que te deja bloqueado.
En ese momento, totalmente
despistado, la moto resbala en una curva, y sin poder
remediarlo te caes hacia un lado. Se desliza, haciendo
saltar mil chispas y vas hacia la cuneta, hacia los árboles.
La moto se detiene sobre un lecho de rojas hojas caídas.
Tumbado a su lado te das cuenta que no te has hecho nada. -
¡Si esto tenía que pasar! – Piensas - ¡Menos mal que no me
hecho daño! – El motor de la moto se detiene y su ronco
sonido deja de oírse. Tras ese sonido, el silencio. Un
silencio intenso, casi doloroso. Te zumban los oídos. La luz
de la moto sigue funcionando y eso llena aún más de
danzarinas sombras el entorno. Ni un sólo vehículo circula.
Miras en tu bolsillo buscando nerviosamente el teléfono
móvil. ¡No hay cobertura!
Te levantas del suelo y de frente a
la luz de la moto se recorta una figura. Tu corazón da un
vuelco. Notas las palpitaciones cada vez más fuertes. Esa
figura no estaba ahí hace unos segundos. ¿De donde ha
salido? Te está mirando fijamente. ¡Es una niña! ¡Pero qué
demonios hace ahí una niña!
- ¿Qué haces aquí? – le preguntas
carraspeando la voz. - ¿te has perdido? –
La niña no contesta. Continúa
mirándote con una expresión dulce. Te fijas un poco más. Es
una niña morena, con el pelo negro, rizado, casi con
tirabuzones. El negro pelo contrasta con su pálida tez. Su
rostro, muy blanco parece estar recortado bajo su pelo. El
vestido, de un marrón muy clarito, parece muy ligero, como
de lino. Está sucio en algunas partes. - Debe estar muerta
de frío – piensas. Porque el vestido que parece antiguo, es
de verano. Sin embargo, lo que más llama la atención es su
mortecina tez, aunque quizás la luz de la moto y la neblina
acrecienten su palidez. –
¿Pero como se va a perder aquí, en
medio de ningún sitio una niña? - te preguntas a ti mismo.
De pronto una duda martillea tu mente.
- ¿Eras tú la que iba detrás, en la
moto? – inquieres tragando saliva. Las manos te sudan a
pesar del frío y del restregón por el suelo. Te sudan porque
ya sabes la respuesta. Un sudor frío recorre tu espalda y
tus ojos, clavados en los suyos, tan oscuros, son incapaces
de moverse de allí.
Otra vez el profundo silencio. Ese
desgarrador silencio que lo inunda todo. Y de pronto, la
niña, sin saber muy bien cuanto tiempo ha transcurrido desde
que la vio por primera vez, levanta su bracito y lo extiende
hacia ti. Una suave voz sale de sus labios y abraza tus
oídos como en un susurro.
- ¡Ven! -
La voz penetra en tu interior y
sientes como tu estómago se encoge y como los nervios
atenazan tus miembros. Quisieras escapar de allí, salir
corriendo y no parar; incluso quisieras cerrar tus ojos y no
ver, no mirar; quisieras también que tu mente dejase de
pensar en lo que está pensando y no hacer ese momento tan
doloroso, pero nada puedes hacer. Tan sólo mirar.
- ¡Ven! – susurra de nuevo moviendo levemente su
blanca manita.
Tan sólo mirar. Ya no eres dueño de
tu cuerpo. El susurro de su voz te atrapa finalmente. La luz
de la moto cada vez es más débil, y en ocasiones, va y
viene. Sabes que esa luz, que es el único vínculo que tienes
con el mundo se irá.
- ¡Ven! -
Te atreves a girar levemente tu
cabeza y tu mirada cae al suelo. Allí está tu moto.
Rememoras levemente las satisfacciones que has sentido sobre
ella y como, hasta el último instante está intentando no
fallarte, manteniendo esa luz que en esos momentos es la
vida. En ese momento, tus nervios se templan un tanto, tu
dolor nervioso casi desparece y el sudor se evapora. Es la
clarividencia de lo evidente. El saber que ya no eres dueño
ni de ti mismo, y que esté como estés pasará lo que tenga
que pasar.
La luz de la
moto, deja de existir. Se apaga definitivamente. Sólo oyes
tu propia respiración. La oscuridad te atrapa y frente a ti,
la carita de la niña aún se puede ver. La poca claridad de
la noche se refleja en su rostro, pero sólo en su rostro
como una luna blanca recortada sobre el negro cielo
- ¡Ven! – se
oye de nuevo en medio de la oscuridad y acto seguido, un
gran suspiro. TU SUSPIRO.
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