Uno
se cree que por el mero hecho de pertenecer a un colectivo
puede dar respuestas a cuantas preguntas se le formulen
respecto a dicho colectivo y resulta que, algunas veces, los
que ven el tema desde fuera gozan de una perspectiva más
amplia y se hacen preguntas respecto a ese grupo que los
integrantes del mismo ni se plantean.
Y así me ocurría esta misma mañana mientras mantenía una
larga conversación telefónica con mi querido y admirado
vecino de página, Juan Urrutia, en la que me planteaba una
pregunta sobre moteros que un servidor no ha sabido
responder. Me van a permitir mis queridos reincidentes que
no le desvele la pregunta hasta dentro de unos párrafos,
margen que ruego me concedan para intentar introducirlos en
el mundillo de las motos y los moteros.
Y es que un servidor se declara un motero irredento. Menos
motero de lo que él quisiera, pues sus obligaciones no le
permiten dedicarle a viajar en moto todo el tiempo que
desearía, pero motero al fin y al cabo.
Es más que probable que a aquéllos de mis queridos
reincidentes que no sean moteros les resulte difícil
comprender lo que se llega a disfrutar de la moto como
compañera de viaje, las sensaciones que se viven sobre una
motocicleta –y no me estoy refiriendo a la velocidad, que
puede disfrutarse plenamente de la moto siendo respetuoso
con las normas de tráfico- sensaciones que, por intensas, no
soy capaz de describirles sino es a base de experiencias que
intentaré introducirles en el relato de la manera menos
plúmbea de la que sea uno capaz a estas alturas del verano,
teniendo en cuenta que servidor todavía no ha disfrutado de
sus merecidísimas vacaciones. En honor a la verdad, cuando
este artículo vea la luz quien les escribe estará en el
quinto pino y con el móvil “fuera de cobertura o apagado”.
Aunque uno empieza a ser motero mucho antes de tener
motocicleta, y eso se hace devorando las revistas de motos
cuando se es todavía un adolescente y anhelando que llegue
el día en la que pueda conseguir la moto de sus sueños –una
Bultaco Streaker en el caso de un servidor, hace ya unas
cuantas décadas- en la mayoría de ocasiones uno no puede
ejercer de motero con todas las de la ley hasta que goza de
cierta independencia económica. Recuerda un servidor de su
época de estudiante un Vespino GL rojo con el que se estrenó
en el “mundo del motor”, con el que, en espera de mejores
épocas y más largas rutas, “viajaba” desde su domicilio
hasta el Instituto cada día.
El acceso al mundo laboral, a mediados de los ochenta, le
permitió a quien les escribe acceder a una viejísima Montesa
Impala del 62, casi, casi, una moto de las grandes, que le
servía a un servidor para ir al trabajo, acudir a clase por
las tardes y aventurarse a alguna que otra excursión de fin
de semana. En su fuero interno, quien les escribe ya sentía
motero, con un cacharro que era una antigualla y cuya bujía
hacía la perla cada dos por tres, pero un motero, con su
casco integral, su “Barbour” y su carné de “moto grande” en
el bolsillo.
Y cuando por fin aquel motero consiguió trabajar de lo que
deseaba y disponía de un sueldo con el que se hubiese podido
permitir ser un motero con moto decente, el bebé, la primera
hipoteca –y las consiguientes horas extras- y todas esas
responsabilidades con las que los jóvenes entrábamos de
sopetón en el mundo real, dejaron al joven motero sin tiempo
ni ocasión para disfrutar de la moto, y como solución
intermedia adquirió su primera Vespa, que le mataba el
gusanillo de ir sobre dos ruedas, quedando relegada la moto
a mero medio de transporte con el que desplazarse hasta el
trabajo y, excepcionalmente, llevar a cabo alguna que otra
excursioncilla. Al cabo de dos Vespas, y con el bebé ya
crecidito, uno se cruza una tarde con una preciosa Yamaha de
600 c.c. –mi penúltima moto- y se enamora. Y es aquí, mis
queridos reincidentes, cuando a los cuarenta se convierte
uno, por fin, en motero y conoce de primera mano todas esas
sensaciones que todavía no sé cómo explicarles. Sólo
decirles que alguna vez que casualmente me he cruzado a mi
ex, (mi ex moto, por supuesto) con la que fui tan feliz, aun
y teniendo ahora una moto mejor y mucho más potente, siento
celos de su actual propietario. Y me dan ganas de cantarle
lo que Julio Iglesias a
la Preysler, “Lo mejor de tu vida, me lo he
llevado yo…”.
Un servidor tiene la teoría de que la felicidad completa no
existe. La felicidad se compone de esas pequeñas –o grandes-
cosas, que le permiten a uno ser feliz un instante. El
secreto para ser feliz reside en saber encadenar el máximo
de instantes felices posibles. Pues créanme que encima de
una moto, con la carretera por delante y un destino cierto o
incierto, un servidor se siente feliz, y esa sensación la
compartimos todos los que nos gusta la moto. La moto, además
de para llevarnos al trabajo y de utilizarla para hacer los
recados en el centro donde es un suplicio circular e
imposible estacionar cuando se va en coche, sirve también
para ser feliz. Aunque algunas veces tanta felicidad pueda
ocasionar algún que otro problemilla doméstico como el que a
continuación les relato y que es tan real como la vida
misma.
Tarde de verano en la que uno disfruta de unos días
adicionales de vacaciones mientras el resto de la familia ya
se ha incorporado a sus obligaciones. Suena el móvil y quien
les escribe responde. El número que aparece en la pantallita
es el del trabajo de la cónyuge de un servidor:
-¿Sí?
- Oye,
que a ver si te puedes pasar por Mercadona, que me acabo de
acordar que no tengo crema de manos.
- ¿Y no
puede ser de otro sitio?
- No.
Me gusta la de Mercadona. Es un bote redondo de color
rosadito.
- Ya,
si sé cual es, pero… ¿no te da igual otra marca?
- Que
no, “pesao”. Que me gusta ésa.
- Es
que… igual no me da tiempo a llegar.
-¿Qué
no te da tiempo? Pero si son las cinco de la tarde. ¿Dónde
estás?
- En
la Plaza del Pilar.
- ¿En
la Plaza del Pilar? ¿En qué Plaza del
Pilar?
- En
qué Plaza del Pilar va a ser. En
la Plaza del Pilar de Zaragoza.
- ¿En
Zaragoooozaaaaaaa? ¿Y qué co(piiiiiip) haces tú en
Zaragozaaaa?
- Pues
he venido a tomarme un cafetito, dando una vueltecilla en
moto.
- ¿Una
vueltecillaaaa? ¿Hasta Zaragozaaaaaa? Estás loco “perdío”,
¿eh?
-
Mujer, no hay para tanto. Ida y vuelta son
500 kilómetros. ¿Qué son
500 kilómetros comparados con la
inmensidad del universo?
-
Bueno, deja lo de la crema de manos. Ten cuidado y no
corras.
- No,
no. Probablemente me dé tiempo. Son sólo dos horas y media
de camino.
Tres a lo sumo.
- Anda,
quita, quita…
Y es aquí cuando más de un reincidente despejará sus dudas
–si es que albergaba alguna- de que quien les escribe está
loco de atar, a menos que sea usted motero, en cuyo caso me
comprenderá perfectamente. Así, un servidor, como lo hace
cualquier motero, se suele dar el gustazo de aprovechar una
tarde de fiesta para tomarse un café a muchísimos kilómetros
de su casa, metiéndose entre pecho y espalda cinco o seis
horas de moto por el puro placer de conducir, solo o
acompañado de amiguetes moteros. ¿A alguien se le ocurre
coger el coche y pegarse
500 kilómetros para tomar un café? No.
¿Por qué? Pues porque nada tiene que ver el coche con la
moto. Esa sensación de libertad, circulando con el casco
abierto, el aire en la cara por esas carreteras de montaña
bailando sobre las curvas, el placer de percibir mil aromas
que en coche ni se aprecian… Han de vivirlo para hacerse una
ligera idea.
Y no quiero dejar pasar la oportunidad de desmontarles el
tópico de que los moteros somos unos gamberros motorizados
que nos pasamos
la Ley de Seguridad Vial por el forro. Es
evidente que en cualquier colectivo, como en botica, hay de
todo, y que un solo gamberro motorizado –que no motero-
haciendo el cabrito –quitándole años- y adelantando a todo
lo que se mueve como si circulara por un circuito es visto
por ciento y la madre -además, su vestimenta suele ser
llamativa y espectacular-, pero las estadísticas demuestran
que los moteros son, al menos, tan decentes como el resto de
conductores y suelen estar implicados, porcentualmente, en
menos accidentes. Por algo será.
Y llegados a este punto, y esperando que el tostón
precedente no les haya hecho abandonar justo cuando viene el
intríngulis de esta columna, les desvelo la pregunta que me
hacía el amigo Urrutia y que decía tal que así:
- Oye, tú que eres motero. Tengo curiosidad por saber una
cosa que me intriga. ¿Por qué los moteros os lleváis tan
bien entre vosotros, que os saludáis cuando os cruzáis por
la carretera sin conoceros, que charláis cuando os
encontráis en un semáforo aunque no os hayáis visto en
vuestra vida, mientras que los conductores de coche nos
odiamos tanto entre nosotros?
Y tiene razón Urrutia. Cuando dos motoristas se cruzan por
la carretera siempre se saludan haciendo la señal de la
victoria con los dedos de la mano izquierda, o sacando el
pie del estribo si las circunstancias aconsejan no soltar el
manillar. Cuando un motorista circula en coche –a veces es
inevitable circular enlatado- y ve un motorista detrás de él
en una zona con línea continua, se orilla para cederle paso
mientras le muestra por la ventanilla los dedos en “uve”. El
motorista, que ha identificado a un motero con menos suerte
que él –ese día circula en coche- sacará su pie derecho del
estribo al pasar, saludándolo. No verá usted jamás a un
motero averiado en el arcén, sin que se pare el primer
motorista que pase por allí. ¿Por qué ese buen rollo? Pues
esta mañana le respondía al amigo Urrutia con un “ni idea,
socio”. Porque la verdad es que jamás me había planteado el
porqué de tanto buen rollo entre motoristas, cuando ocurre
todo lo contrario entre conductores de coche. Que como se
despiste uno un segundo al cambiar el semáforo a verde y no
salga de forma inmediata, se gana el pobre una pitada
monumental.
Y así lleva uno toda la tarde buscando motivos. Buscando el
porqué de esa camaradería que nos une a todos sin distinción
de país, raza, sexo, creencias, tipo de moto o –como
escribía Urrutia en su artículo de la semana anterior- grado
de alopecia. Y la verdad es que sólo se le ocurre una cosa y
que casa con lo que les comentaba unos párrafos más arriba.
En moto se es feliz. Y cuando uno se siente feliz es mucho
más amigable. Es por lo que les recomiendo, mis queridos
reincidentes, que sean ustedes moteros aunque no tengan
moto. Especialmente cuando circulen en coche. Verán qué
diferencia.
Saludos en uve a todos los moteros.
Miguel
Martínez
Publicado el 31 de Diciembre de 2007
http://miguelmartinezp.blogspot.com
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